29 October, 2017

Después de tantos años conviviendo en muchos centros escolares, con diferentes  contextos socios económicos y culturales, tengo más ambiciones. No decaigo. Ya no me basta con que mi aula, o la de mi compañero, sea inclusiva. Anhelo escuelas que apuesten por programas reales, empezando por los planes de acogidas, y que  duren toda la  vida escolar de los que llegan a un nuevo sistema. Para ello hay que hacer efectivas y afectivas nuestras propuestas.

Si hacemos balance, puedo apreciar que ha habido avances en el largo camino de la inclusión. Cada vez se habla más del tema, se proponen encuentros docentes para encontrar las estrategias más adecuadas. Por ejemplo, el encuentro del pasado 27 de octubre en Almería, destinado a los Equipos de Orientación Educativa de  los IES  de esa provincia. Reunidos, han reflexionado sobre la intervención psicopedagógica y la necesidad de un cambio de enfoque en un contexto de inclusión. También existen entidades privadas que premian los proyectos comprometidos con el desarrollo de los valores en sus centros educativos. Sin ir más lejos, los premios y menciones otorgados por Acción Magistral el pasado mes, actividad que viene desplegando desde el 2005. Estas sí que son buenas noticias, son indicios de que vamos por el buen camino. Pero hace falta más. Creo que en el tema de la inclusión nunca será suficiente, porque lo que más cuesta es derribar los esquemas mentales de los adultos. Debemos derribar las barreras y mitos que envuelven la necesidad de apoyos más específicos de los niños o niñas que lo requieren. Me inquieta cuando una familia, preocupada por el diagnóstico de su pequeño (por ejemplo, TDA-H), no se siente contenida porque la docente no empatiza con la problemática del trastorno, y más me entristece cuando no empatiza ni siquiera con el alumno. La excusa no puede ser la falta de capacitación. Del tema se habla, y mucho, se debate y, si ponemos empeño, nos podemos capacitar y aprender cuáles son los protocolos de actuación en caso de tener en el aula niños o niñas con TDA-H.

Muestra de ello es que parte del colectivo educativo trabaja en ello, como ha ocurrido en Castellón, que acogió a docentes, y público en general, para informar sobre este tema. Nuestras aulas han cambiado, y bastante, y nos exigen nuestros propios cambios profesionales y, por qué no, personales.

Me inquieta cuando leo en las redes que una escuela o un grupo de padres hicieron presión para que un determinado niño o niña con problemas salga del colegio. No lo soporto. Significa, entonces, que se echa por la borda toda la labor de los maestros, las maestras, profesores y familias que sí están implicados y concienciados. Y me pregunto por qué cuesta tanto que seamos una piña que protege, acoge, contiene y ofrece seguridad a las familias y a los niños y niñas que están diagnosticados, o que provienen de entornos desfavorecidos, o que deben empezar una nueva vida en otra ciudad, país… ¿Acaso no son los adultos los que promueven las leyes como la Ley Orgánica 2/2006, de 3 de mayo, de Educación (LOE)? Entre sus principios se establece «la equidad para garantizar la igualdad de oportunidades para el pleno desarrollo de la personalidad a través de la educación, la inclusión educativa, la igualdad de derechos, y oportunidades que ayudan a superar cualquier discriminación, y que actúe como elemento compensador de las desigualdades personales, culturales, económicas y sociales […] y la flexibilidad para adecuar la educación a la diversidad de aptitudes, intereses, expectativas y necesidades del alumnado». Quizás es que algunos necesitan de leyes para aprender a empatizar…

Como me hago eco de mis palabras, concluyo aportando cuáles serían algunas de las estrategias de acción para insuflar en la sociedad la cultura inclusiva que tanto me preocupa:

—Se debe preparar al alumnado en las competencias que serán las que ponga en práctica en su vida diaria. Potenciar las capacidades y desarrollar las competencias más que focalizar las carencias y los déficits.

—Lograr que esta cultura inclusiva tenga  una visión holística del alumnado  y de la escuela donde se va a aprender y a sentir.

—Adaptar, cambiar y renovar los contenidos curriculares sin olvidar la importancia que tienen en el saber de cada persona.

—Ofrecer a los padres pautas educativas, a través de los tutores y de los especialistas, y así trabajar codo con codo.

Hace mucho tiempo, y en otro contexto  histórico y sociocultural,  Jean-Jacques Rousseau formuló el sentido de la educación en su obra Emilio, donde el educador dice de su alumno: «Lo que quiero enseñarle es el oficio de vivir». Quizá sea un poco presuntuoso, pero estoy segura de que, desde nuestro rol, podemos ayudar a nuestros alumnos y las familias a que aprendan  a vivir. Los adultos somos los  agentes sociales que debemos apostar por una cultura inclusiva que nos valore a todos por igual, que reconozcan en cada uno su importante rol en la sociedad. La comunidad ya no duda de que todos y todas somos diferentes, y de que debemos de estar siempre atentos a esta premisa para que el alumnado aprenda, desde temprana edad, el respeto que nos merecemos los unos a los otros. Hagámoslo.