Lo que le puede llegar a cualquiera a través del móvil, la tableta o el ordenador puede ser de traca. La capacidad de transmisión de las nuevas tecnologías ha potenciado hasta el delirio el afán de poner en circulación noticias, chismes, fotografías, vídeos, proposiciones, contactos, quedadas o datos graciosos, pero también ataques, propaganda, calumnias, pornografía y lo que se tercie de olor fétido. El aluvión de imágenes, mensajes, publicidad y propuestas a través de la red y demás vías de transmisión ha crecido de una manera tan exponencial que todo lo imaginable, por interesante útil o chusco que sea, puede aparecer en cualquiera de las pantallas para que lo veamos y, en ocasiones, lo disfrutemos. Claro que eso del “disfrute” va a depender muy mucho del tipo de mensaje que sea y de cómo estemos configurados cada uno de nosotros a la hora de aceptar que, eso que tenemos a la vista en nuestro artilugio tecnológico de última o penúltima generación, merece nuestra aprobación o nuestro rechazo.
Hay quien dice que esos nuevos instrumentos de comunicación, en especial los móviles, son el gran peligro actual de los adolescentes. Salvando las distancias, vendrían a ser algo así como los automóviles en manos inexpertas, por su carácter de armas letales de destrucción cuando se conducen de manera imprudente. Es un punto de vista “apocalíptico”, pero parte del hecho mismo que denuncian, que no es otra cosa que la aparición sucesiva de lo mejor y de lo más nocivo en una misma pantalla personal, convertida a la vez en escaparate de informaciones, con su aquél de interés o también de morralla perniciosa, o sea, con su carga viral incorporada. El riesgo reside en que si eres una persona que todavía no tiene una formación sólida ni un criterio maduro capaz de distinguir juiciosamente lo valioso de lo contaminante, esta mezcolanza de aspectos más o menos útiles y de porquería a la carta puede echar a perder el metabolismo y la homeostasis mental del más pintado. Y no te digo nada si eres un alumno abducido por el fervor reverencial hacia el móvil.
Desde el momento primero en que se les deja un móvil la cuestión reside en hacer ver a los adolescentes, tanto en casa como en el centro escolar, que ciertamente ese súper teléfono es algo tan útil como lo es un cuchillo en la cocina, pero que si uno se descuida también puede hacer las veces de una navaja barriobajera. Así pues todo dependerá de los límites que se le pongan al artilugio y de que acepten marcarse una distancia afectiva de ese teléfono de apariencia tan servicial, ya que si no se le pone coto acabará por ser algo así como la cajetilla de tabaco de un empedernido fumador digital, o la aguja de un heroinómano que necesita cada vez más dosis de potencia adictiva para satisfacer su hambre de estímulos con los que acallar su ansiedad.
Ahora bien, las palabras de aviso y advertencia de los peligros está claro que no bastan para que un adolescente eche el freno en su comportamiento. Es más, a veces lo animan a saltárselas porque contravenir eso que les hemos presentado como prohibido y peligroso es en sí mismo un acicate para incrementar su curiosidad y de paso afianzar su afán de independizarse de nosotros a través de la transgresión. Pero es que además cuando los padres les compran un móvil a sus hijos lo incorporan al conjunto de lo que consideran que es de su propiedad, de la misma manera que sienten que es suyo y les pertenecen las zapatillas molonas que les han regalado, la chupa de marca o lo que sea que les hayan entregado. Por lo tanto cuando se les regala un móvil para que sea “suyo” desde ese mismo instante aplican sobre el aparato la percepción de que todo, absolutamente todo lo que tiene que ver con él, pertenece exclusivamente a su ámbito privado, y eso quiere decir que pueden usarlo a su entero antojo, como hacen sus amigos y compañeros. En estas circunstancias el tratar de ponerle puertas al campo a ese “derecho personal de uso”, advirtiéndoles con nuestros consejos -como de vieja antigua de pueblo– que en el mundo digital al que se accede con el móvil lo que sucede es que el trigo se presenta mezclado con la cizaña, puede ser una batalla perdida de antemano.
No hay que perder totalmente la esperanza. No hace mucho escuché en una radio un inteligente planteamiento al respecto. El locutor hablaba de la proliferación de acosos, intercambio entre adolescentes de burlas hacia otros compañeros o profesores, acceso a contenidos inadecuados, etc., a través del móvil, y le preguntaba a un estudioso del asunto cómo se podría paliar o frenar esta escalada de mal uso de los móviles, educando a los chavales de forma preventiva. La respuesta no por inesperada dejó de ser de sentido común: los padres son los que ganan el dinero y deciden su uso, así que en lugar de comprarle un móvil para que sea del hijo los padres han de comprar un móvil pero para ellos, y luego se lo prestan con condiciones al vástago adolescente. Eso significa que a ese móvil ya no se le da la categoría de “propiedad” del chaval o de la chavala, sino que siendo de los padres ellos son ahora quienes se encargan de administrar su uso y deciden cuándo se lo entregan para que lo pueda usar, qué aplicaciones puede bajarse, el saldo de que dispone, etc. El adolescente se lo tiene que entregar a sus progenitores cuando se lo indiquen y éstos pueden comprobar la utilización que se ha hecho del pequeño-gran invento de nuestros días, y a medida que el hijo vaya demostrando que se puede confiar en él entonces podrán ir soltando cuerda y ampliando su libertad de uso.
De acuerdo, este sistema implica echar un pulso con los hijos, sobre todo cuando ven que la mayoría de sus compañeros, merced a unos padres permisivos y blandos en el control educativo –y no digamos los que son unos practicantes fervientes del entreguismo a sus caprichos-, tienen un móvil en régimen de propiedad absoluta. Ahora bien, no estaría de más que los profesores hicieran cuña con los padres y les aleccionaran mostrándoles cómo al cambiar el “régimen jurídico” alrededor del móvil (de la “propiedad” al “usufructo condicionado”) se evitarían dos problemas mucho más serios: el posible y progresivo aislamiento de sus hijos, enfrascados en el absorbente mundo del rey móvil, y los antedichos riesgos varios que ya trae aparejados de fábrica el dichoso adminículo.