Ser malo es la mejor y más prolongada travesura que se puede uno permitir cuando se está pegando el gran estirón. He tomado el título de una serie de televisión que acaba de cerrar su andadura después de cinco temporadas repletas de una sorprendente y dolorosa intensidad, con el retrato moral más descarnado que puede hacerse acerca de cómo el mal destroza la vida de una persona, aunque se escude tras la coartada del bien. Recientemente se ha estrenado la película Hannah Arendt, en la que se puede ver otra de las caras del mal, la del mal como banalidad, como renuncia a pensar para dejarse llevar por la corriente de la obediencia a unas leyes inmorales a las que se someten quienes creen que la ética procede de las leyes, en vez de ser previa a las leyes, por muy democráticamente mayoritarias y consensuadas que sean. Pero aquí no vamos a entrar en esa fascinación por el mal que supone su disfraz de bien, ni en el letal abandono de la libertad en manos de las leyes de un Estado omnipotente. Este “ser malo” del que hablamos es el afán adolescente de dedicarse con mucho empeño a ser algo así como uno más de los proscritos de Guillermo Brown, el inmortal personaje de las novelas de Richmal Crompton, jefe de una banda de chavales en perpetua rebeldía contra lo razonable y lo cursi. En aquellos proscritos la atracción del mal consistía en saltarse a la torera lo establecido que no casara con sus presupuestos de lo que debía ser lógico, divertido y vitalmente sustancioso. Lo suyo era una guerra a muerte contra lo trillado y consabido, un afán por ver debajo de la alfombra y darle la vuelta a todo, poniendo a prueba el orden mediante un desorden tronchante que estuviese a tono con su idea primigenia de la vida como descubrimiento y aventura. ¿Qué mayor placer que ser “malo” siendo a la vez asombrosamente leal con lo que se vislumbra que existe detrás o al margen de la fachada del orden y la mesura?
En los primerísimos tiempos de la televisión española había un programa infantil los sábados por la tarde, justo después del de Pedrito y la familia Corchea (“Pedrito Corchea/ tú serás para la gente/ un amigo sin igual…”), en el que uno de sus protagonistas llamado Kiko cantaba una canción repleta de complicidad e ironía que decía lo siguiente: “yo soy más malo que un volcán en erupción… soy tan malo, malo… ¡me tendré que arrepentir!”. ¡Toma ya!, una invitación pública en toda regla a pasárselo bien inventando diabluras, practicando la travesura y ejercitando la transgresión. Si uno guardaba memoria de esa sintonía y había puesto en marcha múltiples aventuras infantiles dignas de los proscritos, se podía entrar en la adolescencia con un bagaje empírico bien sólido para intentar proseguir esa carrera de quebrantamientos, pero ahora ya con un objetivo mucho más genuino: poner a prueba los propios límites y saborear la contemplación que esas infracciones producía en los demás, especialmente los adultos. ¡Ay, qué deleite observar lo fácil que era llamar su atención, sacando de sus casillas a los papis y a los profes!
La reacción más normal ante los desmanes continuados de los chicos malos, los adolescentes que están jugando a escandalizarnos mientras se ponen a prueba a ellos mismos (“qué sucede si hago esto, qué me puede pasar si no hago lo otro, por dónde saltarán si descubren mi última trastada, hasta dónde puedo llegar sin que se den cuenta…”), es la de la sorpresa y el susto. No se entiende, visto desde fuera, adónde quieren llegar, y nos entra el temor de que no abandonen esa carrera de contravenciones, que van de la travesura a actuaciones más peligrosas, para acabar sucumbiendo a riesgos irreparables. A veces es del todo inevitable que los adolescentes hagan pruebas de maldad. Son actos de rebeldía frente a las normas en general, y cuando esos comportamientos les acarrean consecuencias adversas en las que, por así decirlo, se queman los dedos, en lo sucesivo es probable que se abstengan de repetirlas tras haber aprendido la lección.
Eso no significa que sea imprescindible que todo adolescente deba meterse en historias transgresoras arriesgadas (gamberradas, destrozos, absentismos, etc.), sino que la probabilidad de caer en la tentación de saltarse lo que se considera correcto, ya sea por causa de la presión del grupo, por mera inconsciencia o impelido por la percepción de invulnerabilidad tan típica de esta fase evolutiva, es bastante notable. Aun así lo importante es que su reacción personal ulterior sea una reacción moral, la de la lección aprendida, es decir, la de mantener una más que prudente distancia al respecto en lo sucesivo, estableciendo que tanto en ese caso, como en otros similares, ser malo de verdad actuando de mala fe para hacer daño es, además de los riesgos y los perjuicios que la acompañan y de su naturaleza contraria al bien, una memez que no debe tener cabida en su vida.
Hay sin embargo una forma creativa y beneficiosa de ser “malo”, que es la de usar con tino la ironía fina y buscar la parte chispeante y paradójica de las cosas. Un alumno que se esfuerza en usar el ingenio en este sentido sería más bien un “malvado razonable”, un pícaro ocurrente o un humorista de la tribu genuina de Guillermo Brown, dispuesto a remozar con sus escaramuzas y punzadas inteligentes la percepción rutinaria de las cosas. Ser rebelde sacando el lado humorístico y paradójico de lo que se vive no sería una contravención sino más bien un ejercicio de agudeza. Por eso al adolescente que despunta en ingeniosidad, o al que hace trastadas sin trascendencia, no hay que incluirlo en el club de quienes quieren ser malos porque sí y a toda costa, los que consideran que solamente rompiendo todas las reglas se puede llegar a ser uno mismo.
El afán del adolescente de experimentar con lo arriesgado debe tener un límite y las travesuras y las bromas tienen, por descontado, su momento y lugar. Sin embargo darse paseos por el lado peligroso de la vida (Lou Reed) es algo que siempre sobrepasa la frontera que un proscrito prudente y revoltoso recorrería. Los educadores atentos y sagaces pueden ver quiénes sí la han atravesado, es decir, aquéllos que se están volviendo resentidos, dañinos y malos de verdad (= breaking bads). En estos casos es preciso intervenir y tratar de modificar unas trayectorias que pueden llevarles a truncar una evolución que debería ser armoniosa y plena.