12 May, 2014

No sé si está de moda o si es una aspiración ya caducada, pero no hay duda de que el ideal del buen gusto, de lo que es digno de emulación y admiración por encima de la vulgaridad, nunca será un ideal barato. En estos tiempos de sospecha y cinismo, de incredulidad y demolición de horizontes de grandeza, ir contra corriente y adiestrar a las personas desde que son pequeñas en desear y perseguir lo que responda en todos los ámbitos de la vida al buen gusto no deja de ser en ocasiones una proeza, por lo extendido que está en el ambiente el descreimiento y el afán de desmontar todo sin aportar nuevas miradas. No obstante, dejando de lado ese cinismo cultural tan extendido, lo importante para quienes tenemos la responsabilidad de formar a personas reside en responder a la cuestión de si es posible educar en el buen gusto a los alumnos para que aprendan a distinguir y apreciar lo que hay de bueno, creativo, inteligente y  bello en todas las expresiones de la vida, a fin de que incorporen el criterio, claro y perdurable, de que no todo vale lo mismo y de que hay cosas y aspectos de las mismas que son preferibles a otros. Es una cuestión de educación de la sensibilidad y de refinamiento del espíritu de los adolescentes, con el objeto de que les apetezca y aspiren a lo que es distinguido y elegante.

Por lo general el buen gusto parece restringido a la apariencia externa y a los productos que se pueden comprar. La moda impone lo que se debe llevar, y saber llevarlo es todo un arte, y cuando se produce un exceso o un defecto en la moda se convierte en un chafarrinón, en algo desproporcionado. Sin embargo hay que extender el concepto del buen gusto a aspectos más profundos, entendiendo por buen gusto el aprecio por lo que es íntegro y valioso, lo que merece la pena por sí mismo. Siempre lo que es preferible lo es respecto al resto, a las demás cosas o conductas, de tal manera que elegir es renunciar, prescindir de lo que tal vez se pregone más o se suponga que ha de hacer la mayoría. En ese sentido buen gusto es sinónimo de disidencia, de ir a la contra, de indagar y comparar hasta localizar entre la amplia oferta precisamente lo que está en armonía con los valores, sentimientos y acciones propios. Como se puede ver el llevarlo adelante día a día es para los adolescentes una tarea ardua, bombardeados como están por unos medios de comunicación que deciden casi todo, dictando unas pautas bastante mediocres que dispersan la atención y promueven un consumismo facilón y donde impera un ensalzamiento de la ordinariez, lo zafio y lo chabacano. 

¿Cómo entusiasmar a nuestros alumnos hacia ese ideal de refinamiento? No hay fórmulas mágicas, porque se trata de un proceso pausado, en el que lo que hay que hacer es inocularles poco a poco el deseo por lo que es digno de admiración. Es un trabajo constante que consiste en ir despertando en ellos la actitud de que siempre hay que tratar de ayudar a que las cosas sean lo que pueden llegar a ser afanándose por hacer lo que es mejor, sin conformismos en lo fácil, lo chillón, lo que se hace en manada. Por ejemplo, atropellar, ser prepotente, dar codazos o buscar sólo el propio interés sin apoyar a los demás, son señales inequívocas de, entre otras cosas, mal gusto. La falta de proporción en lo que se dice, la ordinariez en las expresiones, el desdén por el conocimiento, el olvido de los buenos modales, el trato desconsiderado a los demás, la deslealtad y el menosprecio por las creaciones bellas son la antítesis de la distinción que patrocina el buen gusto. Por el contrario, el tacto en las relaciones interpersonales, la naturalidad en el aspecto exterior, la moderación en el consumo, la amabilidad y la generosidad sí que conceden verdadera belleza y elegancia a las personas, nimbándolas del enorme atractivo que concede el buen gusto. 

Por eso establecer una cruzada continuada en nuestra tarea educativa a favor del buen gusto por parte de los adolescentes es hacer que interioricen la bondad y la belleza como parte esencial de ellos mismos. Es una campaña por el embellecimiento personal a través de resaltar lo que es digno y merecedor de aplauso, cueste lo que cueste, tanto en la salud, el estudio, el trabajo, el comportamiento, la relaciones sociales, las aficiones, etc. Lo noble, lo que añade encanto y dignidad a las cosas, ha de ser siempre motivo de elección predominante para unos chavales que deben vislumbrar que durante el  resto de  su vida ellos estarán solamente a la altura de lo que hayan sabido preferir, más allá de la simple utilidad inmediata o de la estética más superficial.

El buen gusto que en definitiva debemos promover es algo que va ligado a la independencia de juicio, al hecho de que nuestros alumnos reflexionen de modo valiente para tender a lo que es excelente, a las cosas y los comportamientos que posean una índole superior. Y nos lo debemos proponer como educadores porque no se puede olvidar que en la actualidad no se cultiva el buen gusto de una manera seria. Cabría decir más bien que el “gusto” es pastoreado en nuestra sociedad en dos direcciones: la de la estandarización banal de usos y  consumos, y la de actuar como un destroyer cínico que pone todo en solfa en vez de explorar metas ilusionantes. Esta segunda línea se presenta incluso como una suerte de “realismo lúcido” que afronta lo que sucede con escepticismo y suspicacia, con un aire de desdén autosuficiente posmoderno y un estar de vuelta de todas las cosas, predicando la imposibilidad de toda búsqueda de algo mejor. Al final ambas direcciones confluyen en una docilidad y un conformismo que no tienen nada de rebeldía. En definitiva, una expresión más del nihilismo en boga derivado de un relativismo que resulta asfixiante y letal.

Los chavales que están a nuestro cargo necesitan recibir las claves del buen gusto en casa y en el aula de una manera expresa y decidida, porque ahí fuera existe una letal atmósfera pública, irónica e incongruente, que confunde y  trastoca lo que es la sensibilidad moral, rebajando así la búsqueda de la plenitud personal y dejando a los adolescentes ante un horizonte narcisista, chato y hedonista en el que parece que “todo vale porque nada vale”.