19 January, 2015

Hay alumnos que mientras el grueso del grupo avanza al ritmo natural de marcha ellos parece que se quedan como en una zona indefinida, como si no supieran hacia donde corresponde ir, deambulando sin saber ni dónde están ni por dónde hay que tirar. No es que sean lentos sin más y se queden rezagados, sino que están desorientados, indecisos y se encuentran por así decirlo más despistados que la generalidad de su grupo de iguales. Es como si les faltase algo de reprise en su motor y mientras les llega la potencia andan como fuera de juego, sin un buen ajuste del ritmo que sería necesario a la hora de atender, concentrarse, comprender las tareas, analizar sus vivencias y, en definitiva, moverse con suficiente tino en todas las demandas que se les presentan. Se diría que no se enteran muy bien de qué van las cosas y que la tecla de la pausa se les suele quedar enganchada con frecuencia, y de ahí que la cinta cassette avance un poco a trompicones provocando que lleguen tarde a hacerse conscientes de lo que sucede a su alrededor y lo que tiene que ver con ellos mismos.

Están un poco en las nubes, no por ser unos ensimismados que se recrean en su mundo interior, sino más bien porque la adolescencia que les corresponde por edad tiene para ellos un lenguaje demasiado complejo, las ideas y emociones que debieran actuar en su ser todavía no están muy activadas y, a diferencia de los chicos y chicas de su misma edad, ellos se han quedado un poco estancados entre dos fronteras, a medio camino entre la infancia más o menos ingenua y la adolescencia impetuosa, en una tierra de nadie en la que no parece haber referencias con las que orientarse debidamente y adaptarse al avance del resto de la clase.

No estar atento y perder el ritmo cuando se es adolescente le hace a uno parecer un pardillo y quedarse descolgado del grupo. No se puede sobrevivir psicológicamente a estas edades sin la acogida de un grupo de semejantes en el que apoyarse y reconocerse, y quien no acierte a coger la onda de las inquietudes, aficiones, expectativas y sensaciones que comparten sus iguales será una especie de desclasado por defecto, una especie de sujeto atónito en medio de un campo de deporte en el que los demás jugadores van de un lado a otro de acuerdo a unas circunstancias y unas reglas de juego concretas cuyo entramado no acaba de comprender muy bien del todo. Al no saber en qué consisten, la sensación de desconcierto en comparación con el aparente aplomo de los compañeros les hace sentirse desplazados, y por lo general reaccionan de dos maneras: aislándose por creerse inferiores o distintos, o por el contrario tratando de ser aceptados como sea por el resto aun a costa de verse obligados a pagar el precio de su “minusvalía” y torpeza (no ser tenidos en cuenta, aceptar las burlas sin rebelarse, hacer de chicos o chicas de los recados, etc.). Ambas salidas son igualmente tristes y descorazonadoras.

pensarLos ritmos de maduración en esta etapa evolutiva difieren de una persona a otra, pero el grado de tolerancia a esta diversidad suele ser bastante bajo entre los propios adolescentes. Su propia radicalidad existencial les suele llevar a evaluar con estrictas varas de medir no sólo a los padres, profesores, educadores y adultos en general, sino a sus propios congéneres y no digamos a los coetáneos que no son de su misma tendencia, clase o barrio. Es posible que un grupo de compañeros de clase o de amigos cometa en su devenir naufragios varios y errores incontestables (meteduras de pata en decisiones colectivas, comportamientos erráticos y fracasados, etc.), pero su propensión a la unanimidad y a cerrar filas consigue que puedan soportarlos sin deshacerse en duras autocríticas. Ahora bien, esa condescendencia con sus propias debilidades de grupo no existe con las debilidades o discrepancias de los sujetos tomados individualmente, de  modo que el que no sintonice con el estilo del grupo, quien no siga sus pautas y directrices o el que de entrada no dé la talla respecto a las exigencias de ritmo y “calidad” que imperan en su seno, puede darse por despedido, menospreciado o rechazado de entrada.

Los alumnos que están un poco en esa tierra de nadie viven un desamparo peculiar del que necesitan salir. Quieren recibir aclaraciones que les permitan “ponerse al día”, pero rara vez las reciben de manera adecuada y suficiente. Los profesores solemos localizar enseguida quiénes son estas almas que flotan en el mar del despiste, y sería muy recomendable hacerlas ver que nos interesamos por proporcionarles el apoyo que precisen, respetando en todo momento su ritmo de avance existencial. Su fragilidad e inseguridad son notables, de ahí que si les falta el apoyo social de sus iguales posiblemente los padres y profesores quedemos como sus únicos asideros, y aunque no podamos ofrecerles la perspectiva y el tono vitalmente similares de sus compañeros, no por ello hay que dejarlas al albur de la soledad o de la sumisión indiferente a las que están abocadas.  

Lo primordial para esos alumnos y alumnas es ser escuchados, pero hay que hacerlo con una paciencia especial. Para que nuestro apoyo sea eficaz es imprescindible que no se vean ridiculizados por causa de sus retrasos, despistes e ingenuidades, sino que perciban nuestro cobijo ante su desorientación. Les basta con saberse atendidos con un cierto afecto y con el hecho de que escuchemos sus demandas dándoles respuestas que les aclaren sus lagunas y que estén a su alcance, por escaso, inmaduro e imperfecto que sea dicho alcance. De igual modo en las ocasiones en que tratemos en clase asuntos de especial trascendencia educativa, conviene adecuar nuestro planteamiento y discurso a su nivel de comprensión y de necesidad, para que no sientan una vez más que son unas “almas descolgadas”, unas pobres piezas al margen del entramado educativo en cuyo seno se presume que deberían recibir y comprender en toda su plenitud las claves de verdad, belleza y bien con las que han de regir sus vidas.