11 May, 2015

Los jóvenes españoles de hoy están centrados en lo próximo, en lo actual, en lo cercano, en lo cotidiano, etc. Así frente al “gran discurso”, a la explicación global de las cosas (que apenas les llega) se quedan en el “pequeño relato”, la concreción del día a día, la respuesta a sus cuestiones parciales (J. Elzo).

La cultura del kitsch (R. Riemen) es la que en la actualidad se está encargando de que le quede claro a todos que no hay nada más importante que la satisfacción inmediata de la pulsión del instante, de las apetencias materiales individuales. Esta satisfacción debe ser satisfecha sin demora, hasta el punto de que la urgencia respecto al cumplimiento de lo más nimio ha pasado a ser ya una verdad incontestable, una exigencia que necesita ser materializada al momento por cualquier instancia (económica, educativa, lúdica, personal, familiar, etc.), salvo que quiera correr el riesgo de ser expulsada a las tinieblas exteriores, donde serán el llanto y el crujir de dientes del destierro y la irrelevancia por haberse retrasado en servir con diligencia al primer valor de nuestra sociedad: el bienestar exprés.

Parece como si pararse a reflexionar y a darse un tiempo para indagar en lo que se hace, se piensa o se recibe fuese algo viejuno, un residuo intelectual y emocional estéril, una de esas antiguallas educativas en las que siempre insistimos los profesores y educadores en general pero que no va con estos nuevos tiempos en los que hay una constante incitación y estímulo para que todos, desde los niños a los mayores pasando por los adolescentes, hagan cosas sin darse un respiro para pensar. ¡Hay que ser activo, moverse, ir de un sitio a otro, acumular sensaciones y productos, disfrutar de todo lo que se pueda sin descanso! Es más, tal y como sentencian los “integrados” de esta modernidad tan kitsch y banal, hacer una llamada de atención como ésta acerca de este fenómeno suena a resto de naufragio, a inútil y aburrido respingo “apocalíptico”. Es la eterna lucha entre el orden y el desorden (L. de Crescenzo), entre lo que otorga fuerza de la razón y determinación de la voluntad y lo dionisíaco. Hay que estar atentos porque en ella se debaten con especial turbación nuestros queridos y agitados alumnos adolescentes.

Un adolescente necesita aprender a manejar sus pensamientos a solas, a saber justificar o no los comportamientos propios y ajenos, de acuerdo con unas pautas de validación sólidas, y a disponer de unos criterios morales con los que interpretar de forma congruente la realidad social y personal que le toca vivir. Si no lo consigue porque está atiborrado de cosas y de contenidos simplemente acumulados y no digeridos, o está como mareado por la ingesta de sensaciones rápidas y de invitaciones a “vivir la vida” en el sentido de pasar a todo gas por encima de todo lo que percibe, sin una cierta consideración de su significado real, hay que concluir que se encuentra en un inquietante estado de fragilidad personal.

La fragilidad es un estado de la persona que indica debilidad, un indicador de flaquezas e incluso un preaviso de un posible derrumbe. El adolescente que esté desprovisto de una escala jerarquizada de valores en la que se distingan con claridad los principios del bien y del mal, o que funcione con una en la que los predominantes sean la justificación personal de sus comportamientos (“lo que yo hago está bien porque lo hago yo”) relativizando todos los valores, tenderá a buscar únicamente su bienestar rápido e inmediato. No hay que olvidar que la ausencia de una base moral firme y estable, aunque se trate de paliar con las aportaciones que autoriza la permisividad como valor de compensación y el individualismo que valora lo subjetivo sobre lo objetivo, denota una situación de inestabilidad, inseguridad e incertidumbre personal (J.Elzo.). En definitiva, una libertad entendida no como adhesión al bien sino como amplitud de acción en no importa qué dirección, no sólo no hace más verdaderos a los adolescentes sino que aumenta su desamparo interior y acentúa su dispersión vital.

El despiste de descuidar en nuestras propuestas e intenciones educativas el cultivo del “hombre interior” (es decir, de los valores morales que buscan las grandes respuestas), por estar acuciados por el aluvión de conocimientos, técnicas y habilidades varias que necesitan aprender nuestros alumnos, puede ir dejando en los adolescentes la sensación de que sólo importa incorporar y almacenar todas las destrezas posibles que les permitan sobrevivir y medrar en un mundo que parece consistir, fundamentalmente, en disponer de recursos con los que dar satisfacción a todas las posibles oportunidades de consumos, tanto materiales como ideológicos. Si ése es el horizonte entrevisto, ¿por qué esperar hasta entonces? En esas circunstancias, ayunos como están de elementos que les permitan acercarse a las grandes cuestiones que les ayudarían a jerarquizar los valores en su debido orden, es muy fácil que empiecen a resbalar hacia ese consumo tan accesible y profuso de productos, expectativas e ideas horteras y cutres que parece inundarlo todo, en una clara anticipación de la “fiesta” futura que la cultura del kitsch ofrece y en la que sólo se trata de gozar lo más posible con ese tipo tan ordinario de bienestar.