No exactamente en el sentido de la ley del mínimo esfuerzo, sino en el del privilegio de los adolescentes cuando por fin deciden probar el no hacer gran cosa, dejando pasar el tiempo mirando a las musarañas o mirándose el ombligo, dejando de lado deberes y obligaciones, merodeando por lo que hay dentro de ellos para dedicarse al autoconocimiento. Es una experiencia arrebatadora, muy atractiva y necesaria, algo que deben probar en ese continuo husmear suyo por todo lo que se tercie para buscar “otros mundos”, o más bien habría que decir en este caso, otros estados de conciencia. Toda una aventura. ¿Qué sucede cuando uno deja de hacer “lo que” tiene que hacer, las tareas diarias programadas? ¿Se va todo a hacer gárgaras? ¿Se acaba el mundo? A lo mejor se gana un tiempo especial, o quién sabe si no se descubrirá ese espacio repleto de revelaciones inauditas, el territorio en el que estar a solas con el propio yo, tratando de averiguar quién es. Es como cuando al estar respirando, en el momento de exhalar el aire hay una brevísima pausa en la que los pulmones se paran y la caja torácica se queda quieta. Todo se detiene unas décimas de segundo y, si te paras a pensar, te encuentras contigo mismo, con el yo que anida en cada uno de nosotros (Andrés Ibáñez).
El querer estar solo del adolescente, encerrado en sus pensamientos y tumbado a la bartola, es algo así como rumiar su mundo interior, aislándose de todo y de todos, aunque los padres y educadores piensen que es que se ha vuelto un gandul que no quiere saber nada de lo que se le ha programado. Para un adolescente gandulear para recrearse en este orden de cosas es detener el contador, hacer un alto mental abstrayéndose de lo demás para buscar nuevos puntos de apoyo que le equilibren y le permitan llegar a sucesivas conclusiones de por dónde está yendo la estructuración de su propia identidad.
Los padres saben muy bien lo que es tener a los hijos adolescentes encerrados y aislados por propia voluntad en su cuarto, a veces escuchando música tumbados encima de la colcha de su cama sin querer hacer otra cosa durante largos ratos. Y en clase vemos cómo nuestros adolescentes tienen momentos en los que es como si estuvieran en las nubes, medio idos, absortos en algo que les ronda la cabeza y sin prestarnos atención. No molestan ni boicotean, simplemente están deambulando en su mundo, y hay que hacerles bajar llamando su atención para que desconecten y desciendan a la tierra. “Antonio, dónde estabas…”. Y nos dirá que es que se había despistado…
Antonio, Julia, Pedro, Carmen o cualquier otro alumno necesitan replegarse de vez en cuando sobre sí mismos, porque los contenidos de la conciencia reclaman su interés y atención en cualquier momento, incluso en medio de una clase que les estamos impartiendo. No son lapsus de conciencia ni estados lacunares, que dirían los psiquiatras, sino esas “paradas de la respiración” en las que repasan vivencias, dudas o emociones para irlas ordenando. Los adolescentes que no saben cómo reflexionar sobre sus sentimientos y vivencias, ni definirlos con progresiva precisión, están en clara desventaja, aumentarán la probabilidad de entrar en conflicto con su entorno y se sentirán más inseguros.
A veces la cosa puede ser aún más complicada, cuando el repliegue es la manera que algunos emplean para defenderse de la incomprensión que tienen o creen tener por parte de los adultos. Eso es un obstáculo duro de superar, porque el siguiente paso puede ser el de la melancolía o el de la agresividad más o menos furiosa. En cualquier caso son perturbaciones importantes de la vida afectiva del adolescente, aislado en clave no ya de repliegue reflexivo sino de clara inadaptación. El “gandul reflexivo” tal vez emplee en ocasiones demasiado tiempo en contemplar los contenidos psíquicos para así orientar la propia vida desde su conciencia, mientras que en el caso del “gandul inadaptado” está potenciando las emociones y los pensamientos más radicales, que pueden llevarle a una situación crítica. Cierto es que la hipersensibilidad de las reacciones de unos y de otros, cuando reciben comentarios o instrucciones nuestros, puede que nos impida saber delante de qué tipo de adolescente embelesado estamos y por eso, como hemos comentado otras veces, en cualquier caso lo único que nos queda es tratar de no perder la relación a fin de que nos sigan percibiendo como adultos accesibles.
Los adolescentes no se desarrollan en línea recta sino en zigzag (Elias, Tobias, Friedlander, 2001). Primero confían en nosotros, luego parece como que se alejan, después se sujetan a nosotros cuando se sienten perdidos y así hasta que por fin encuentran un modo más tranquilo de relacionarse, sin tanto bamboleo, con sus educadores, padres y profesores. Sus conjeturas se están dirigiendo por fin hacia el mundo interior, ya no sólo hacia el exterior, y ese reto es más potente de lo que imaginan y mientras lo intentan resolver retirándose a ver cómo funciona, lo de alrededor, las personas y las cosas, pasan a ser un estorbo… a no ser que no pierdan su condición de referencia estable. La tarea es suya, pero los ejemplos y los valores los buscan, a su ritmo, e incluso a tientas, en donde vean solidez y coherencia.
No hay que asustarse por esos parones, esos como despistes, ni tampoco menospreciarlos. Claro que hay que hacerles descender, por ejemplo, a lo que se está haciendo en clase para que no ganduleen mientras se está trabajando en lo académico, pero sabiendo interpretar que lo que sucede en muchas de esas ausencias, en ese estar como despistados, es que el alumno empieza ya a navegar por el laberinto personal de su conciencia, afanándose por descubrir cómo hacer casar sus emociones, pensamientos y conductas. A nosotros, sólo nos toca ser receptivos a sus inquietudes cuando nos las planteen y estar disponibles por si nos piden que les echemos una mano a ese respecto.