No, esto no va de consultorio de belleza dirigido a desocupados y ociosos. Tampoco se trata de una diatriba apocalíptica en contra del cuidado de uno mismo, y mucho menos de un ejercicio de desdén por la alimentación sana, el amor al buen gusto de la apariencia externa o la serena adecuación a las formas que marcan cada tiempo. Nada de eso. Es más bien el abordaje de un asunto que siempre suele estallar en la cabeza de cualquier adolescente cuando coinciden, en combinación explosiva, la inseguridad por la imagen cambiante de su cuerpo, la competitividad social que surge en el seno del grupo de iguales por marcar a cualquier precio una diferencia favorecedora y el bombardeo machacante de las industrias comerciales que, mediante la publicidad y los medios de comunicación, ordenan seguir fielmente las “tendencias” de apariencia física y moda que cambian a cada minuto, y que le pueden dejar fuera de juego, es decir, en el basurero de lo que ya no cotiza como “trending topic”. Y no solamente es una explosión vital episódica, porque a veces la obsesión inducida hacia la propia imagen domina tanto a nuestros alumnos adolescentes que acaba por sojuzgar dolorosamente su autoconcepto, sometiéndoles a unas disciplinas colonizadas por pautas, atrabiliarias y demoledoras, de belleza y aspecto.
In illo tempore, ya ni se sabe cuánto hace de eso, la preocupación por las arrugas en la cara, los michelines en la cintura o comprarse ropa que disimulase alguna característica indeseada, eran sólo un asunto de la “gente mayor” cuando notaba que estaba perdiendo la frescura natural de la primera juventud. Pero ahora el ciclo de la preocupación se ha adelantado, y desde el arranque de la adolescencia parece que hay que cuidar hasta el más mínimo detalle algunos aspectos que deben hablar por sí mismos del grado de “integración” y modernidad que se tiene. De lo contrario puedes ser tachado de freaky, pringado, raro, anticuado, desfasado, incorrecto, trasnochado, primitivo, rancio, prehistórico o estar fuera de onda. Tanto ellos como ellas. Y eso no es lo peor, porque después de que tus iguales te cataloguen con alguno de esos apelativos, a eso le sigue el vacío por no sumarte a la gran corriente, unido al desdén y la burla perpetuos, por los restos como se suele decir, por estar fuera de esa realidad impuesta que te ordena estar pendiente del espejo para tener una cinturita así, un maquillaje asá, unos pantalones o faldas de aquella manera, un corte de pelo que se lleva o una talla escuálida de acuerdo a un peso mosca que te hace comer aire y beber agua a discreción como dieta ideal. Ahora ya no es suficiente con ser natural, ahora hay que ser sofisticado, glamouroso, rompedor, espectacular y dar la nota para estar rabiosamente a la última. Y si no, ay, y si no púdrete, porque estás perdido, no molas, te has quedado fuera…
Los profesores a menudo tratamos de no fijarnos mucho en estos detalles de nuestros alumnos. Los vemos cambiar de aspecto y consideramos que su pinta, algo estrafalaria a veces para nuestros gustos, es cosa, sin más, de la edad, un arranque pasajero de extravagancia que tiene que ver con la natural rebeldía imprescindible en esta etapa de transición. Bah, ya se les pasará, solemos decir. Tampoco hay que darle al asunto demasiada importancia, quien no se haya preocupado de estar sometido a la moda a esas edades que tire la primera piedra, a ver si vamos a estar fiscalizando esas naderías como si aún fuesen unos críos a los que hay que hay que etiquetar y corregir por cualquier tontería, etc. De acuerdo, están pagando el consabido tributo adolescente a la originalidad, exhiben de ese modo algunas señas diferenciadoras de identidad y poco más.
No obstante eso no contradice que un número significativo de esos alumnos nuestros adolescentes pueda estar viviendo todo ello y actuando de hecho de forma opresiva, bajo los condicionamientos antes mencionados, sin mantener una perspectiva crítica respecto a esa “necesidad” de encuadrarse en unas modas que sojuzgan sus gustos y que, en lo que se refiere a la imagen corporal y la alimentación, pueden ser peligrosas para la salud. Y aunque sólo fuese por el prurito de que reciban una buena orientación respecto a materia de clara resonancia para la salud de cuerpo y espíritu, no hay que dejarla de lado como objetivo netamente educativo.
La cuestión reside entonces en la manera en que deba abordarse, de modo que los alumnos se animen a adentrarse en ello y lo consideren valioso y útil para acrecentar su bagaje analítico acerca de su propia realidad. Por supuesto que es casi imposible derrotar todo ese cúmulo de influjo grupal y mediático en el que están inmersos, pero sí hay espacio para aspirar al menos a un par de objetivos preventivos de base, suficiente para justificar el esfuerzo del profesor concienciado por la importancia de lo que se está tratando: que contemplen puntos de vista críticos hacia esa presión tiránica por la apariencia, y que conozcan en qué consiste la alimentación equilibrada más allá de las peligrosas dietas y la “mierdi-comida” o comida-basura.
La FAD, en su programa de Cine y educación en valores, tiene dos películas (Las mujeres de verdad tienen curvas y Pequeña Miss Sunshine) en las que hay actividades que abordan estos aspectos, y que pueden ofrecer algunas pistas e ideas para que cada profesor organice sus sesiones. Los alumnos elaboran sus criterios de belleza y apariencia sumando consciente e inconscientemente los influjos que reciben, que casi siempre son constrictivos como ya sabemos, y lo que estamos intentando con nuestra intervención, de cara a su formación integral, es que les lleguen estos otros influjos, plenamente conscientes y ricos en información veraz y visión crítica, para que se mezclen con los anteriores y actúen iniciando una ebullición nueva, mucho más inteligente y capacitada para afrontar la presión del entorno.