Los seres humanos tendemos a copiar a las personas que admiramos, y eso las convierte en modelos de conducta. Esas personas pueden estar cerca de nosotros o podemos conocerlas sólo a distancia. Desempeñan una labor primordial en cualquier tipo de aprendizaje, porque nos resuelven de una tacada el intrincado tejemaneje de averiguar cómo hacer o enfocar ciertas cosas que necesitamos saber. Por así decirlo los modelos nos facilitan la labor de diseñar nuestro estilo porque nos marcan ideales, nos ofrecen sus soluciones, hacen que nos sintamos partícipes de aquello que constituye su encanto y la fuerza atractiva que irradian nos alienta a perseverar en el esfuerzo y los sacrificios consiguientes que comporta el imitar lo que ellos hacen.
Esta imitación, que en principio es la forma habitual en que se produce el aprendizaje social, puede ser algo bueno o malo, dependiendo de a quién se admire. Los niños tienen sobre todo a sus padres y maestros como modelos primarios, pero los adolescentes, aunque siguen disponiendo de esos asesores y guías que tratan de cultivar sus intereses educativos y de enseñarles cosas útiles, empiezan a otear nuevos horizontes y para ello buscan modelos distintos que completen o suplanten, dependiendo de sus nuevas ansias y aspiraciones, su deseo de ir más por libre y labrarse su propio mundo independiente.
Como se suele decir, en el mercado de los modelos hay de todo como en botica, desde espléndidos ejemplares de excelencia hasta una nutrida y muy publicitada pléyade de fantoches de pensamiento onomatopéyico cuyos hábitos y propuestas son más que cuestionables.
Lo que los adolescentes esperan encontrar en los modelos son nuevos patrones de conducta para conformar estilos de afrontamiento útiles. Los modelos más deseados ofrecen características que a nuestro alumno o alumna les gustaría añadir a su bagaje personal para sentirse también originales y más poderosos, y no cabe duda de que el modelo que reúna al mismo tiempo varios aspectos atractivos y potentes tendrá más opciones de ser uno de los escogidos (ser audaz, fuerte, guapo, independiente, famoso, rebelde, innovador, rico, inteligente, deportista, etc.). La lista anterior no es exhaustiva ni mucho menos, ya que los gustos y preferencias son actualmente tan variados que cabe casi de todo, pero siempre han de tener el denominador común del factor sobresaliente, un algo que se querría copiar porque serviría para poder destacar y resaltar. La lucha por relucir entre los iguales suele ir unida al deseo de adquirir las nuevas cualidades que se ven o se imaginan en los modelos, y por lo general se escogen varios ejemplares paradigmáticos como los guías que van a encarnar sus nuevas aspiraciones.
Si hiciéramos una encuesta anónima de los prototipos que nuestros alumnos eligen como dignos de ser imitados y a los que toman como pautas a seguir, indicando qué es lo que les hace tan interesantes y dignos de emulación, conoceríamos de un plumazo cuál es el imaginario general de lo que ellos consideran “lo ideal”. No dudo que seguramente sería un retrato del grupo hecho de brochazos algo gruesos, pero nos daría unas pistas estupendas para ver si en esos modelos residen también algunos de los ideales que nosotros, sus educadores profesionales, les proponemos habitualmente. Podría también suceder que en ese listado se hubieran limitado a añadir esos modelos a los ya preexistentes, así que se les podría pedir en un segundo momento que escribieran los modelos que ya no están tan vigentes para ellos, bien sea porque al poseer por fin las cualidades que deseaban ya no los necesitan como referentes en primera instancia o porque sin más dejaron de ser atractivos.
Ahora bien, si los modelos que poseen alguna característica válida para los adolescentes pasan a convertirse en ídolos, eso les impedirá mantener una distancia mínima de seguridad frente a ellos. La admiración de los adolescentes por estos nuevos arquetipos surge como un chispazo, como una revelación. Hay una especie de sorpresa y de extraña satisfacción por haber escogido algo que parece casar con sus ansias de singularidad, aunque a veces el afán de seguir la estela de lo que consideran tan valioso hace que ese relámpago derive en fuego volcánico. Si nuestros alumnos no quieren perderse en esa vorágine de la imitación ciega cabe explicarles que ante todo siempre han de tratar de captar qué es lo que sí merece ser digno de admiración e imitación, sin dejar por ello de mirar críticamente en dichos modelos, por mor del deseo de parecer más independientes y rompedores, todos los aspectos que representen éxito fácil, banalidad a la moda, adscripción a hábitos dañinos, riesgos de toda índole e invitaciones a la ruptura y al abandono de los vínculos y apegos que les ofrecen apoyo y seguridad verdaderos.
Nuestra conducta es la que informa a los demás sobre cómo somos y cómo actuamos ante determinadas situaciones, pero también nuestras expectativas y preferencias. No cabe duda de que en el caso de los adolescentes los modelos que poseen ciertos caracteres de excelencia les plantean desafíos y les invitan a emprender acciones de aproximación a los espejos en los que se miran. En la medida en que aquello que desean imitar signifique un auténtico enriquecimiento y encaje realmente en la línea de sus genuinos valores, la tensión implicada en sus esfuerzos de emulación será para ellos un elemento de satisfacción y una prueba del alcance de sus capacidades.