Hace un par de años tuve la gran oportunidad de trabajar en un CRA. Sus siglas significan Colegios Rurales Agrupados, por lo tanto las edades y los niveles, también están agrupados. En el caso de Educación Infantil, tres, cuatro, y cinco años, por ser un número bajo de alumnado, comparten la clase. Y esa fue la mía. Una clase donde la diversidad estaba marcada por la edad cronológica y evolutiva del alumnado. A pesar de mi extensa trayectoria como docente, era la primera vez que me desempeñaba en un centro educativo con estas características. Si bien la cantidad de alumnos simplificaba la tarea, la complejidad residía en la diversidad de edades. ¿Cómo armonizar las necesidades e intereses de alumnos de tres años con las de cinco? Los docentes que nos desempeñamos en este ciclo educativo conocemos las grandes diferencias que existen entre un nivel y otro. Fue un desafío que trajo como consecuencia muchas satisfacciones tanto en el plano profesional como en el personal.
Descubrí que una de las estrategias que más se ajustaba a la realidad del contexto educativo mencionado era trabajar aprendizaje cooperativo. Se entiende por trabajo cooperativo aquel que se lleva a cabo por un grupo de alumnos y alumnas como método de aprendizaje. Se logran objetivos comunes y cada participante es responsable de ello. En este sentido, Johnson & Johnson (1991) matizan que la idoneidad del aprendizaje cooperativo radica en aplicarlo a grupos pequeños de estudiantes. Un número reducido les permite interactuar más y mejor, aprovechando al máximo su aprendizaje. La cooperación del estudiante deviene no solo en la búsqueda de su beneficio, materializado la adquisición de conocimientos; sino también en los aportes que realiza al grupo contribuyendo al beneficio común. En referencia a la terminología, suele también utilizarse “aprendizaje colaborativo” y existen autores que hacen distinción entre uno y otro.Es el caso de Zañartu (2000). Este autor expone que la diferencia básica entre aprendizaje cooperativo frente al colaborativo, es que mientras que el primero necesita de una gran estructura para la realización de una actividad por parte del docente; el segundo necesita más autonomía del grupo de estudiantes y menos estructuración por parte del profesor. Pero no es mi intención profundizar en las diferencias y similitudes de ambos, ya que considero que ambos tienen mucho peso el protagonismo del alumnado.
Comparto plenamente el pensamiento de Joan A. Traver Martí, Universitat Jaume I, quien expresa:
«El clima de clase así creado, con esta selección y organización de los materiales y de las propuestas de trabajo, con esta distribución del espacio y con esas normas de comportamiento, es tributario de una concepción pedagógica que ve al profesor como única fuente de saber, que tan sólo necesita dotarse de una buena estructura de control sobre los alumnos para poder avanzar por el tortuoso camino de la enseñanza (Coll y Colomina, 1991). Con ello, estamos potenciando tanto el individualismo como la competitividad entre nuestros alumnos, la sumisión y la dependencia, la falta de espontaneidad y de creatividad».
Entiendo que cuesta cambiar las prácticas, porque también los modelos han sido estos. Recuerdo a mis maestros en una tarima alta, que con su mirada controlaba a toda la clase, pero recuerdo mucho más a aquellos que nos organizaban en grupos de trabajo, que nos proponían investigar temas, realizar exposiciones orales al resto de la clase, que nos permitían expresarnos, nos enseñaban a corregir errores; en definitiva, “nos daban la voz”. Y de esto ya han pasado más de treinta años… Si bien en aquellos años escolares no se hablaba de diversidad, multiculturalidad, etc.; la clase era diversa ya que el alumnado provenía de diferentes familias, con características socio- económicas diversas y con estilos de crianza disímiles. El cambio, como siempre en educación, parte de la actitud y el planteamiento que hace el docente en sus clases. Nada más fácil y complejo como esto…