Dice un amigo mío que en estos días ser un clásico es ser un “antiguo con clase”. Yo sé que está hablando, solapadamente, de sí mismo y de su anhelo de seguir nutriéndose de la educación humanística que recibió en su adolescencia y que sigue bebiendo, entre otras fuentes, de los autores latinos y de la filosofía griega que estudió. Con su conocimiento del latín me aclara que el infinitivo de filosofar es “philosophari”, acabado en “i” y no en “e” como suele emplearse, porque es un verbo deponente activo (se conjuga como pasivo, pero con significación activa), pero cada vez que me repite esta locución latina que proclama que lo primero es ocuparse de lo real antes de ir luego a las musas, puedo entrever que, por muy clásico que presuma ser, se está quedando en un mero pragmático, apurado en todo momento por las urgencias reales o imaginarias que le agobian y sin tiempo ya para ponerle perspectiva a sus acciones. Porque filosofar es, en gran medida, pararse a pensar cómo hallar y dar razones esenciales de la vida, indagar en lo que nos permita explicar y movilizar esa vida en todos sus aspectos, ya sean concretos o profundos. De ahí que sin filosofía no se pueda vivir, lo que se dice vivir, de verdad.
Vendría todo esto a cuento de si vale la pena mantener la materia de filosofía dentro de los contenidos educativos, un aspecto que tanto revuelo ha organizado recientemente en España, aunque lo cierto es que en esta ocasión quisiera referirme más bien a lo que significa en el fondo la filosofía para la educación, especialmente la de los adolescentes. En una entrevista aparecida en la prensa el filósofo español Javier Gomá afirmaba que la cultura contemporánea conspira para que la filosofía no cumpla su misión histórica, que no es otra cosa que proponer ideales. Pues bien, precisamente la adolescencia, etapa en la que el despertar intelectual se produce con fuerza, junto con el afán impetuoso de entrar en tromba en la vida, es el momento adecuado para hacer que estos dos factores se alíen, de forma que nuestros alumnos se encaucen hacia ideales de creatividad y de sentido, y eso se puede fomentar gracias al concurso de un estilo de pensamiento filosófico que debe impregnar toda la acción formativa que realiza el profesorado.
En una ocasión cercana, hablando de todo un poco con un sobrino mío que acabó la educación secundaria no hace mucho, le pregunté en qué nos parecíamos y en qué éramos notablemente diferentes su padre y yo. Su respuesta me dejó muy sorprendido: “jo, tío, ésa es una pregunta muy difícil, nunca me he parado a pensar en cosas de ese estilo”. Mi sorpresa viene de que, continuando con la conversación, me fue dando cuenta de que en sus clases de secundaria raramente se establecían debates sobre cuestiones de interés e intensidad que les hicieran avanzar a él y a sus compañeros de pupitre hacia una mayor conciencia de sí mismos y de las cosas que les afectaban, ya fueran familiares, de comportamiento, de convivencia, relativas a sucesos sociales o incluso de corte cultural. Ah, y la Historia de la Filosofía que estudiaron posteriormente, como se detenía en unos conceptos forjados en épocas pretéritas, tampoco les dejaron una huella significativa en su indagación acerca de la realidad en la que vivían. La conclusión a la que llegaba la mayoría de ellos era que había que aprender las materias para aprobarlas sin más y pasar a las siguientes, y luego a las que vinieran después y así hasta acabar unos estudios que les permitieran encontrar un buen trabajo.
¿Adónde quiero llegar? Los adolescentes están creciendo, sufren el desconcierto de no sentirse bien comprendidos, les pasan cosas que no aciertan a digerir del todo, viven en un entorno lleno de contradicciones y desastres, se desesperan, se aburren y pueden llegar a pensar que la vida consiste en apañárselas como uno pueda. El tiempo va transcurriendo y ellos se van quedando en los escaparates de las cosas, ajenos a la realidad radical que es su propia vida, sin reflexiones que les ayuden a ir comprendiendo la índole del proyecto vital de su existencia (Gómez Caffarena, J.). Los profesores debemos aspirar a ser, junto a los padres, unos referentes útiles para que los alumnos eviten ser arrollados por la avalancha de estímulos, propuestas, ejemplos e invitaciones que les aturden y desestructuran vitalmente, y para ello hace falta enseñarles a pensar como lo haría un filósofo: entrando de modo crítico en el sentido y verdad de las cosas, aprovechando cualquier asunto, ya sea lógico, matemático, biológico, literario, deportivo, interpersonal, etc., del que pueda extraerse una reflexión o un debate que les abra los ojos y despierte su curiosidad e interés por conocer y desentrañar la realidad en la que están.
Aprender a pensar es aprender a vivir, y pensar es buscar lo que es auténtico y verdadero. Por eso el análisis crítico genuino es el que parte siempre de criterios no ideologizados, sin contaminaciones, porque las verdades existen antes que los corsés ideológicos y persisten sin ellos. La práctica habitual en el manejo de dichos criterios filosóficos a la hora de hacer que los alumnos reflexionen, hará que los incorporen como instrumentos potentes y que los usen tanto para sus propias reflexiones como para encajar los acontecimientos que se les vayan presentando. Es decir, les hará sentirse más seguros e independientes porque estarán manejando su vida con claves de realización filosófica. Por ello no hay que tenerle miedo al alumno que pueda parecer excesivamente inquieto y preguntón, ya que eso suele ser una señal de que busca respuestas que le liberen de ignorancias y desconciertos, y es ahí donde el profesor es un guía, aportando claves de análisis para que los adolescentes vayan elaborando una cartografía intelectual profunda.
Como decía hace unos meses en el blog de presentación, en la adolescencia nuestros alumnos deben ser alimentados con certezas para la vida, y con ideales potentes y movilizadores. Si los padres y profesores no “están encima”, vigilantes y atentos para proporcionárselos, los tomarán de los mercachifles y gurús que predican la adoración de la nada, la vulgaridad y la tontería. La banalidad de que nada es del todo verdad, o que cualquier cosa es verdad, es el riesgo mayor en el que puede caer un adolescente que se limita a “vivir” sin saber cómo “filosofar”.
Explorar sobre la vida, filosofar en suma, es una aventura apasionante. La vida se dilata cuando la llenamos de trayectorias atrayentes y no conformistas. Echar una mano a los alumnos en esa ampliación constante de su mirada, analizando con ellos la realidad y proponiéndoles ventanas de curiosidad y perfección para que alcancen una mayor conciencia de su propia vida, es prevenir el acoso de las turbulencias y aumentar su musculatura existencial. En lo que se refiere a la asignatura de la vida podría decirse que filosofar es lo primero, para que aprendan a vivir buscando la plenitud de la excelencia.