23 November, 2015

¡Cuántas expectativas incompatibles, y a veces contrarias, nos son impuestas a los profesores! Desempeñar el papel de enseñante parece que consiste en conocer las expectativas que los demás (sociedad, institución educativa, padres, alumnos) tienen sobre lo que nos corresponde hacer no sólo cuando estamos dando clase, sino en nuestras relaciones con los demás profesores, el director, el jefe de estudios, los padres, etc. La función genérica de transmisión de las materias supone una serie de tareas (programar, preparar materiales y presentarlos, dirigir actividades individuales y grupales, controlar conductas, orientar, motivar, evaluar…) que como nos descuidemos nos pueden dejar exhaustos, y no digamos nada si además ocurre lo que se denomina un conflicto intra-rol, por ejemplo, cuando hay una discrepancia entre lo que es el propio estilo personal de actuar a la hora de llevar el control dentro de la clase y lo que, por contra, espera de nosotros la dirección…

Durante el período de formación, y en los distintos foros educativos, se nos invita a adoptar como prioritaria una perspectiva pedagógica que indica que el docente de hoy en día debe adoptar el compromiso de transmisión de conocimientos y habilidades en términos de relaciones profesor-alumno (Jackson), es decir, como una actividad centrada en el adolescente más que en la materia, exaltando un enfoque idealista que sin embargo suele chocar con la realidad educativa a la que nos toca enfrentarnos y que, por supuesto, añade un esfuerzo que no siempre resulta fácil llevar a cabo.

Manejar el ambiente de una clase de adolescentes en la que se da una gran cantidad de fenómenos a toda velocidad es estar sometido a una enorme presión. Los profesores tenemos que tomar rápidamente muchas y, con frecuencia, complejas decisiones. ¿Cómo conseguimos sobreponernos a esa tensión para regentar el aula? Generalmente ese aprendizaje se suele dar en situación de aislamiento, por lo que la intuición y la experiencia acumulada son, por así decirlo, las dos armas que a cada uno nos van permitiendo ir solventando los escollos y ser eficaces a la hora de cumplir nuestros objetivos, aunque en ocasiones acabamos literalmente agotados. No obstante ese cansancio resulta menos gravoso cuando tenemos una buena relación profesor-alumnos, es decir, cuando con el grupo como conjunto hemos establecido un clima de trato en el que se da un cierto equilibrio entre nuestras exigencias docentes, y la manera con que las queremos llevar, y sus expectativas de conexión con nuestro estilo cognitivo. A mayor convergencia la clase estará mejor orientada al rendimiento y más dispuesta a dejarse organizar por una estructura claramente establecida por el profesor. Ciertamente se trata de un equilibrio inestable, con oscilaciones muchas veces inesperadas, pero que nos permite no sólo “dar la clase” sino “conectar con los de la clase”, atenuando la sensación de extenuación y de ganas de mandar todo a paseo que a veces nos asalta.

Se podría decir que la primera habilidad docente que habría que aprender para ser profesor debería ser la de cómo se puede sintonizar con los alumnos, tanto de modo individual como en grupo, considerándola no una exigencia derivada del idealismo pedagógico antes mencionado, sino más bien como una imprescindible destreza previa e inicial de obligado conocimiento antes de entrar por primera vez en un aula. La observación y la empatía para reconocer las características del estilo cognitivo y clima del grupo es primordial para adaptar nuestro lenguaje y nuestros planteamientos de profesores a lo que tenemos delante hasta lograr que encajen lo mejor posible con el grupo, porque solamente a partir de entonces estarán más receptivos y dispuestos a centrarse tanto en los conocimientos como en los restantes enfoques de educación personal que les presentemos.

La primera parte del proceso de empezar a dar clase es la que marca la diferencia y decide, con harta frecuencia, que estar en clase vaya a ser un suplicio o un trabajo llevadero y con compensaciones. Como dice Mª José Aguado, “toda la conducta del profesor hacia sus alumnos se basa, en gran medida, en su forma de percibirlos. De la precisión de su percepción depende la eficacia del profesor”. Nos hacemos una idea de los alumnos en las primeras semanas del curso por la información indirecta de otros profesores, notas anteriores, etc., pero principalmente por lo que observamos de modo directo. Esa idea se va a mantener casi siempre estable, es lo que se conoce como el efecto de primacía (Asch), a menos que introduzcamos en nuestra labor oportunidades para remover la pasividad de unos, rebajar los antagonismos de otros e implicar así al grupo en cometidos que modifiquen sus respuestas y, por consiguiente, nuestra percepción acerca de ellos. Conseguir que se den esas variaciones en los alumnos es muy gratificante para cualquier profesor, es algo así como un salario emocional que nos refresca tras el duro esfuerzo que nos toca hacer para movilizar una clase.

Es evidente que, como demuestra nuestra experiencia y los estudios realizados tras el clásico de Rosenthal y Jacobson (1968), el efecto que las expectativas del profesor tienen sobre el rendimiento intelectual de los alumnos no pueden cumplirse por sí mismas. No obstante lo importante es saber que para que los alumnos mejoren y avancen hay que realizar esa labor de encaje, que no es otra cosa que tener conciencia de la complejidad de los fenómenos que se dan en el aula y flexibilizar los métodos para tirar hacia arriba todo lo posible de cada alumno y del grupo de acuerdo con sus características reales. Es decir, ser conscientes de que respecto a la forma de llevar nuestro trabajo hay que hacer un tratamiento diferencial, en lo cognitivo y en lo psicológico, en función de cómo sea la situación real del aula.

Las actitudes de interés, apego, preocupación, entusiasmo o, por el contrario, indiferencia, rechazo, etc., que establezcamos tras realizar un buen reconocimiento del terreno y haber obtenido así una percepción de cómo es el aula, van a condicionar cómo será la sensación de crudeza que tengamos a la hora de estar en clase. Es una cuestión de cintura pedagógica, de estilo inteligente con el que perfeccionar nuestra perspectiva de control y de eficacia. Pero sobre todo nos servirá para poder cumplir nuestras propias expectativas educativas personales.