Hace unos días tuve la ocasión de comer con mi hermano, que es algo mayor que yo. Preguntas conversacionales sobre esto y aquello, pero con exangües respuestas sintéticas. Había un iPad en sus manos simultaneando con la pantalla de la televisión, cuyas imágenes de ballenas azules retozando tenían efectos hipnóticos y absorbentes. Múltiples interrupciones tecnológicas, dedos insaciables repiqueteando nerviosos sobre la pantalla táctil, recorrido por aplicaciones inefables o curiosas, incesantes segundos de ausencia interpersonal dirigidos hacia los brillantes iconos llenos de fugaces promesas, atención fragmentada, inmersión plena en la Wi-Fi, juego de scrabble con varios jugadores a miles de kilómetros, nuevas imágenes de televisión, exigentes puntos de dispersión simultánea, más teclado y mensajes, Google maps y el universo en la mano con todo al alcance, todo ya, todo a la vez, todo de todo, todo antes que nada, todo por encima de todo, todo rápido, todo fácil, triturado, en papilla, digerible sin digestión y sin que ocupe espacio mental… Y cuando por fin logré intercalar la pregunta acerca de su opinión sobre los posts que yo había escrito, me dijo que lo había intentado con todos ellos pero que pasaba enseguida al siguiente, y de nuevo rápido, muy deprisa, al siguiente, ya, pero ya. “¿Y eso?”, añadí con sana curiosidad fraterna. “Eso es que si es denso, ya no lo sigo leyendo”.
Mi amor por el buen cine es, sobre todo, una muestra de reconocimiento. Ha aumentado poderosamente mi ansia de conocimiento hacia múltiples horizontes apasionantes de la vida. Tuve la suerte de tener desde los principios de mi adolescencia de internado a un profesor que nos conseguía y explicaba, como nunca nadie lo había hecho, películas como Ordet (Dreyer), Scarface (Hawks), Ciudadano Kane (Wells), El tercer hombre (Reed), Un hombre para la eternidad (Zinneman), Ladrón de bicicletas (De Sica), Intolerancia (Griffith), Centauros del desierto (Ford), Siete novias para siete hermanos (Donen) o Raíces profundas (Stevens). Un privilegio absoluto en aquellos tiempos, una manera insólita de acceder a aspectos desconocidos de la realidad, algo que nos dejó una huella imperecedera, a mí y a mis compañeros. Nos abrió una rendija para empezar a entrever el misterio de la trascendencia, el abismo del delito, la tragedia de la ambición desmedida de poder, el rostro cínico del mal, la grandeza heroica de la coherencia hasta la muerte, la lucha desesperada por la supervivencia y el respeto de un hijo, las diversas caras de la intolerancia, el abandono del odio gracias a la redención lírica del amor, la afectividad bien humorada o la admiración infantil por el héroe que se sacrifica para seguir siendo un referente moral imbatible, respectivamente. Un temario apasionante que se salía de los cánones habituales de los contenidos de las materias escolares que se nos venían encima.
Todo ese cine y mucho más que no cabría citar aquí, escogido para nosotros en clave de lecciones de vida, nos fue ofrecido cuando las asignaturas nos parecían insalvables o inútiles y cuando afloraba en nuestro espíritu el afán irreprimible de empezar a dejar claro a padres y profesores que podíamos ser unos “rebeldes sin causa”. Tuvo lugar en el momento adecuado, porque abrirnos la puerta mediante esas películas a la complejidad de algunas facetas de la vida supuso sacarnos de nuestro ensimismamiento y nuestra oposición frente a todo, funcionó como un desafío en el que teníamos que desentrañar aspectos nuevos e insospechados, y al hacerlo nos invitaban al mismo tiempo a que hiciésemos algo similar con el resto de las cosas. Eso resultó ser, a la postre, una especie de empujón pedagógico de primer orden que acertó a catapultarnos el deseo de tener una mirada más amplia y de hacer preguntas reveladoras acerca del conocimiento, la conducta, las emociones, los riesgos, los conflictos y, cómo no, las posibles soluciones que debíamos dar a nuestras dudas e inquietudes.
En definitiva, introducirnos en materias tan inusitadas nos alentó a ser más curiosos respecto a todo lo que nos rodeaba, teníamos un aire nuevo que nos decía que había que descubrir a fondo la realidad, que no había que arredrarse ni tener miedo a enfrentarnos a lo que la vida nos deparaba, ya fuesen nuestras obligaciones escolares o cualquier otra cosa, en la línea de los ejemplos de aquellas historias de la pantalla en las que nos explicaron a fondo, esta vez de una manera plástica y viva como sólo lo puede hacer el buen cine, cosas como el sentido del sacrificio, la resistencia al sufrimiento, la lealtad, la coherencia o la entrega a un ideal. Aquellas películas empezaban a dejarnos auténticas raíces profundas en nuestra personalidad. Nos despertaron el hambre de saber de verdad qué había más allá, de no conformarnos con lo que había sólo en la superficie, con lo fácil y ramplón, porque lo interesante de verdad estaba en desentrañar lo que era complejo. Por ejemplo, ponerle obstinación al estudio pasaba a ser una faceta más de esa pretensión de seguir abriendo nuevos horizontes de saber en nuestras vidas, y el hecho de tener que traducir aquellos interminables cincuenta versos diarios de la Eneida y de la Odisea que nos mandaba el P. Penagos ya no significaba un martirio, sino que podía responder a una pretensión imparable por seguir descifrando lo que era distinto y singular.
Como decía una canción que oí alguna vez en aquella etapa de mi adolescencia, servir a lo difícil no es tan difícil, es un reto. Cansarse haciendo esfuerzos que merecen la pena es una disciplina que esculpe la personalidad de los alumnos, es hacer músculo bien marcado e imperecedero en sus vidas. Todo está en pisar fuerte al caminar por el sendero que corresponda en cada momento. Por el contrario, el pensamiento débil que ha contaminado este tiempo nuestro desarma este enfoque porque preconiza, entre otras cosas, que cada uno debe obrar con absoluta libertad, sin más condicionamiento que los propios deseos y los más gratificantes, que suelen ser los menos densos y más mediocres, buscando lo que sea fácil de asimilar y rápido en olvidar. Es un pensamiento demoledor para un adolescente, que al aceptarlo como guía existencial va a aplicar el ascua a su sardina para evitar todo aquello que le “complique” la vida y le arranque de su comodidad: “¿estudiar? Para qué, vive la vida. ¿Controlar mis reacciones? ¡Qué dices, no me cortes mi espontaneidad! ¿Ser solidario, respetuoso con lo demás, conciliador…? ¡Venga ya, no me “ralles”, que cada uno vaya a su bola!…”. Pensamiento líquido. Todo vale si a uno le vale, según le convenga a cada uno, sin raíces estables para crecer, sin mirar hacia arriba, sin interesarse por lo que no sea inmediatamente divertido y “molón”. Parafraseando a Chesterton, el adolescente que no recibe ideales potentes de quien puede ofrecérselos, buscará cualquier cosa, la que sea, en cualquier parte y la convertirá en su credo.
La FAD tiene un interesante programa de “Cine y educación en valores”, con películas selectas y actividades a su alrededor que dan mucho juego en esta imprescindible pretensión de ampliar horizontes con criterio a los alumnos. Se tocan en ellas aspectos cuya densidad les resultará atractiva, marcando una notable distancia respecto al mero entretenimiento con el que se ve habitualmente el cine, y no digamos con el mero teclear consolas y tabletas. Se trata de habituarles a que centren la atención en discursos humanos densos, sugestivos y con alma, a que indaguen en el substrato de realidades importantes y con verdadera enjundia, para que se acostumbren a ser concienzudos y a rechazar la condescendencia de lo banal y común, aportando así semillas de verdad que abonen una identidad con raíces bien profundas.